Vamos veinte: ¿Cinco más?


Por Gonzalo Aguilar Riva
El proceso de liberalización de la economía peruana, (re)iniciado a comienzos del primer período de Fujimori, no fue estrictamente resultado inevitable del desastre provocado por el gobierno aprista, sino fundamentalmente de la imposición (y sumisa aceptación) de la política económica norteamericana para América Latina y el Caribe, cuyos ejes fundamentales fueron recopilados por el "Consenso de Washington", en un momento en el que sus 'recetas' reingresaban con más fuerza –y casi a nivel generalizado en nuestro continente- luego de haber sufrido retrocesos en la década del 80. Sus más audaces promotores aseguraban que el equilibrio fiscal, el freno a los procesos inflacionarios y la integración global a los mercados -en un marco de intervención estatal mínima y preponderancia del sector privado- debía resultar en tasas de crecimiento crecientes y estables, e incrementos sostenidos del empleo y los salarios reales1.
Al respecto, la evidencia no deja de ser contundente: solamente durante el último gobierno de García, la tasa de crecimiento anual del producto bruto interno per cápita aumentó en 24.4%2, casi como resultado inercial de una tendencia de crecimiento sostenido durante las dos últimas décadas3. Sin embargo, el crecimiento económico impulsado por el modelo económico primario-exportador (¡oh, las ventajas comparativas!), abierto al comercio y sin regulación estatal muestra también otras cifras, olvidadas por la ortodoxia económica local: se asume, para fines prácticos, que el sueldo real de 1994 es igual a 100, y sobre esa base se obtiene que 'aumentó' a 100.1 en 2009; y sucede algo peor con los obreros, pues sus salarios reales cayeron a 89.2, lo que significa que la capacidad real de compra de los empleados y obreros no se ha incrementado (e incluso ha empeorado) en 15 años de crecimiento económico sostenido4.
En este contexto, no es posible dejar de cuestionarse dónde están las ganancias del crecimiento, quién las tiene. Tal vez observando la composición del ingreso total se puedan obtener algunas conclusiones: durante los últimos 5 años, la participación de las remuneraciones en el ingreso total cayó de 23.1% a 20.9%, mientras que la de las utilidades subió de 67.5% a 70%5. Poniéndolo en simple: mientras la economía del país crece, gracias al esfuerzo de sus trabajadores (¿qué gran cambio técnico ha permitido incrementar la productividad del trabajo?), son las empresas las que generan más ganancias. Y frente a esta realidad, el Estado -y los gobiernos que lo han administrado- no ha sido observador pasivo, sino promotor desenfrenado.
¿Qué queremos como país? Esa es una pregunta que no podemos dejar de responder para planificar la ejecución de las políticas públicas. A quienes afirman preocuparse por el pueblo y plantean la continuidad del modelo económico, mientras se arrancan o se niegan a arrancarse pelos, habría que exponerlos a un curso intensivo de realidad nacional, aunque tal vez la tarea sea en vano, pues como afirma Noam Chomsky recurriendo a Francis Jennings, "los que manejan el látigo sólo pueden realizar su trabajo de forma eficaz si cuentan con el beneficio de una ceguera auto-inducida"6.
Todavía no tengo claro a quién le daré mi insignificante voto el 10 de abril, pero creo que sí queda claro quiénes no tienen la mínima oportunidad de convencerme con sus PPKuys, sus concursos para componer la canción de campaña, sus bailes al ritmo de la música electrónica y sus lustradas de zapatos. Y un consejo, robado de la estrategia de marketing de Fajardo en las últimas elecciones presidenciales colombianas: "No votes por encuestas, vota por propuestas".

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