Perú país minero

 Por Raúl Wiener


Los presidentes suelen enterarse del significado de este concepto cuando los ministros de Economía a los que normalmente recién están conociendo, le explican que cerca del 30% de los ingresos fiscales tiene este origen y que la única forma más o menos rápida de incrementar estos fondos en el corto plazo y poder llevar adelante los programas sociales que todo candidato promete para ganar las elecciones, es con más inversiones en minería, por lo que pelearse con este sector sería hacerse el harakiri.
 De ahí hay un solo paso hasta el momento en que se sella, otra vez, una vieja alianza entre el Estado y la gran minería, y que es cuando el gobernante de turno reconoce en público que como todos sabemos somos un país minero y que eso no se puede negar. Parece por cierto un designio de Dios o de la naturaleza que nos han colocado infinitas toneladas de minerales para que los ofrezcamos a la empresa privada, principalmente extranjera, que después hará alarde que las escuelas, las postas de salud y los caminos se hacen con “su dinero”. En fin.

Hay sobre esto una concepción rentista que viene de la colonia y que nos hace imaginarnos viviendo del trabajo que producen unas cuantas empresas y un porcentaje de PEA inferior al 1%. Pero hay otro país minero que ayer vimos emerger de las entrañas de la tierra en medio de una algarabía que incluía al propio Presidente de la República luego de un exitoso rescate que no puede, sin embargo, ocultar que estas personas trabajan en condición de alto riesgo y bajos ingresos.

O sea mientras el Estado vive de Yanacocha, Southern y otras megainversiones, hay una inmensa mancha de peruanos viviendo de las sobras de la gran minería: explotaciones abandonadas y vueltas a abrir sin autorización, socavones improvisados en los cerros, ríos que arrastran minerales sometidos a tratamientos químicos contaminantes, etc. Casi que se puede decir que si la fuente de los grandes ingresos no genera trabajo y la oferta de empleo decente en los demás sectores está estancada, se hace inevitable esa explosión de informalidad a la que se cantaba a comienzos de los 90, porque era colchón de la crisis y servía de apoyo para reducir las obligaciones del capital formal, y que ahora es la mala de la película a la que el Estado le ha cambiado de nombre para llamarla “minería ilegal”.

Si nos atuviéramos a los decretos de febrero del Poder Ejecutivo, los nueve mineros de Cabeza de Negro pertenecen a una variante del delito recién definido por la asesoría jurídica de la PCM. Pero todos hemos celebrado su salvataje, reconociendo que se trata de gente de trabajo, buena gente, que no es formal porque si tuviera que serlo tendría que hacer inversiones que no está en condiciones de realizar. No estamos diciendo que esté bien trabajar en esas condiciones, como que no lo es armar una microindustria en la propia casa y llenarla de cables de electricidad que la pueden incendiar, o explotar a los choferes de transporte interprovincial y sus máquinas hasta el límite provocando cada vez más accidentes en las carreteras. Nada de eso está bien. Pero ¿cómo se elimina la informalidad y la precariedad?

No veo otra vía que siendo mucho más que un país minero, un país industrial y agrícola, con un Estado promotor del empleo y no solo del asistencialismo social. Ese es el camino y no la represión.

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