El rol del Estado peruano en la economía

 Por Edgardo Cruzado




La presentación del Presidente sobre el balance de la gestión a los 100 días, frente a cuatro periodistas de peso, ha dejado varios puntos zanjados. El más sonado es la invitación al segundo vicepresidente a dar un paso al costado. Chehade es la primera baja o, como dicen desde el ejecutivo, una piedra que se han quitado del zapato. Pero no ha sido el único. Tenemos noticias alentadoras para la ejecución de los programas sociales, una línea de trabajo en la promoción de la inversión privada basada en el respeto a los contratos y, no menos importante, una reafirmación del rol protagónico que puede jugar el Estado en la economía nacional.
En el Perú, por muchos años y sobre la base de ideologías antes que por evidencias, se consideró al Estado como un pésimo gastador y un inversionista sin visión empresarial. Al final de la entrevistas muchos líderes de opinión echaron en falta la agenda privatizadora, la promoción de las concesiones de infraestructura pública y el objetivo central de reformar el Estado, entendiendo que reformar solo es “reducción”. Para esta corriente de opinión, que se considera  dueña de la verdad absoluta, empresas como Enapu y Petroperú, entre otras, no tienen razón para existir.
Entre los principales argumentos para enterrar las empresas públicas resaltan dos. El primero es que la inversión pública en actividades diferentes a la lucha contra la pobreza y el gasto social es ineficaz porque distrae recursos escasos; pero la evidencia internacional demuestra casos exitosos, específicamente en industrias extractivas e infraestructura estratégica, donde la inversión pública realizada ha generado beneficios sociales mayores a los recursos invertidos y, en muchos casos, donde la inversión pública ha significado una multiplicación de los activos iniciales. Entonces, inversión pública no es igual a gasto ineficiente, y esto vale tanto para las iniciativas empresariales como para el gasto social. El tema es tener un mejor Estado.
El segundo argumento contra la participación del Estado en la economía es que atenta contra la “libre competencia”. Detrás del argumento está la idea de que el Estado es un desorden y no puede ser capaz de registra adecuadamente sus ingresos y gastos, de manera que no se oculten subsidios entre actividades y sectores. Por otro lado, también en la línea de la protección de la competencia, que más parece una religión que una regla de mercado, se cuestiona el tamaño del Estado, que le permite hacer inversiones y soportar baches financieros, donde los operadores privados, que “deben lucrar”, no pueden ingresar.
Los argumentos se caen de maduros. Nadie puede cuestionar la necesidad de tener un mejor Estado, y si de verdad es mejor, tampoco se puede cuestionar tener más Estado. Un mejor Estado implica mejores sistemas administrativos, un sistema de planificación con objetivos claros, también se requieren buenos gestores públicos y un servicio civil funcionado, con una carrera para funcionarios. Una intervención del Estado en la economía puede, como ha sido la experiencia internacional, regular el mercado y atacar las prácticas monopólicas.
La gestión está marcando el camino, dejando de lado los paradigmas huecos, ahora sus funcionarios tendrán que chambear, para estar a la altura del reto planteado. Los ciudadanos serán los responsables de la evaluación.

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