Ollanta Humala: Dos años más de erosión de la democracia
Mi artículo publicado en este mismo diario el sábado pasado, suscitó
entre sus lectores dos tipos de reacciones. Los más informados decían que era
algo más o menos que un halago decir que Ollanta Humala era un seguidor de
Weber aunque no lo hubiera leído. Otros, además de preguntarse por quién era
Weber, querían saber qué significaba decir que «Ollanta Humala era su seguidor, sin saberlo».
El ansia de poder como fundamento de la política
Max Weber fue un destacado intelectual alemán (1864-1920). Entre sus
obras más conocidas destacan «La ética protestante y el espíritu del capitalismo», «La Ciencia como vocación y La
Política como vocación» y «Economía y sociedad». Para este autor el
fundamento de la política, o la base constante de la política, es la lucha por el poder (entre las clases o
entre los individuos). «El poder se define como la
capacidad de imponer a un tercero la propia voluntad, bien recurriendo a la
fuerza bien a través de otros medios. El poder es, en esencia, dominación y
mando». Políticos tradicionales de
derecha y de izquierda comparten esta idea; el discurso weberiano los une.
Para los seguidores de Weber, entonces, alguien sin ansia de poder no
puede estar en la política. «En el plano teórico ---dice R. Aron---, toda política, interior y
exterior, es para Weber ante todo lucha entre las naciones, las clases o los
individuos». Así, esta concepción de la
política fue llevada a la identificación de la capacidad de los pueblos para «desempeñar un papel mundial».
Weber decía que «Tan solo los pueblos superiores poseen vocación para impulsar el
desarrollo del mundo».
Basta esta reminiscencia para entender lo que quise decir con «seguidor de Weber, sin saberlo».
No hay político tradicional que no tenga ansia de poder. Y, en la actual era
del neoliberalismo y de la crisis de las democracias constitucionales, hay
políticos tradicionales adaptados que, una vez que llegan al poder, se
convierten en difusores del espíritu mercantil en la administración del Estado,
en caudillos neoliberales que mutan de ideología para beneficiarse del poder
que les genera la conducta extractivista de los grandes grupos económicos.
La crisis
del Estado Constitucional Democrático
Lo que
acaba de ocurrir con la designación por el Congreso de funcionarios del Tribunal Constitucional, de la Defensoría del Pueblo y del Banco Central, es la expresión de una
crisis del Estado Constitucional Democrático. Hay tres razones que fundamentan
esta afirmación, todas vinculadas a una concepción de la política como poder
que se práctica desde el Ejecutivo. En primer lugar, la división de poderes estipulada
por la Constitución, no cumple su cometido. Los poderes no actúan como
contrapesos. El poder ejecutivo busca siempre asegurar su influencia en los
distintos poderes del Estado, desapareciendo así el objetivo de que los poderes
(ejecutivo, legislativo y judicial) se limiten mutuamente. Si el ejecutivo controla
los poderes judicial y legislativo, no hay posibilidad de limitación mutua ni de
fiscalización. En segundo lugar, nombrar a los integrantes del Tribunal Constitucional
en bloque y con base en acuerdos de
reparto, es una expresión más de la creciente degradación de los valores e
instituciones democráticas. El reparto alude al número de representantes por
«tienda política» y el número es un indicador del poder que tienen estas
«tiendas». Con la llamada repartija, el Tribunal Constitucional responderá al
poder ejecutivo y al conciliábulo, sin capacidad real «de interpretación y
control de la constitucionalidad», abdicando de su autonomía e independencia.
En tercer lugar, el ejercicio del poder, es el usufructo de una democracia
representativa que ha perdido referentes y significación. Unos «políticos» que
«operan siguiendo una lógica ajena a la idea democrática» confiscan el aparato
institucional del Estado para su propio beneficio. Por eso lo que ha hecho
recientemente el Congreso, es una muestra más del fracaso de la «representación
política».
A modo de
Conclusión
La
concepción de la política como poder se inscribe en la lógica weberiana de la dominación y es, por lo
tanto, contraria a la concepción de la política como lazo de conexión social. Por
eso los «políticos» que adhieren y practican la política como poder, convierten
a sus partidos en «tiendas», en lugares donde se practica el clientelismo; los
han esclerotizado, desapareciendo su carácter de instrumento de sociabilidad. Es
claro, entonces, que para estos «políticos», la libertad no puede concebirse
como ausencia de dominación. Parafraseando a E. García, podemos decir que estos
políticos, al igual que los grupos de poder privados, hacen inoperantes tanto a
los «tradicionales sistemas de
protección jurisdiccional como al ordenamiento jurídico».
El
neoliberalismo y la práctica de la política como poder se han encontrado como
complementos. Las libertades individuales se han convertido en medios
instrumentales del tráfico mercantil. «En el Estado Constitucional –según E.
García— la lógica del poder ha desplazado, e incluso ha llegado a sustituir por
completo, a la lógica de la política: la dialéctica del poder –-la política
concebida en sentido weberiano de
lucha por el liderazgo, la dominación y la consecución y fidelización de un
séquito--- ha reemplazado a la dialéctica de la política, a las ideas
entendidas como instrumentos de transformación desde la razón y la ilusión
utópica, de una realidad construida en la convivencia colectiva».
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