El espejismo de las rentas
Por Gonzalo Portocarrero
La renta es una ganancia
desproporcionada que surge cuando los precios de un producto están muy
por encima de sus costos de producción. Tómese como ejemplo el caso del
oro. Siendo su costo alrededor de US$300 la onza; se vende, sin embargo,
a US$1.600. La renta suele aparecer como un milagro y una bendición.
Pero la historia enseña, una y otra vez,
que la renta termina convirtiéndose en causa de conflictos, de
destrucción de la ética del trabajo y en obstáculo a un desarrollo
económico sustentable.
Para empezar: ¿a quién pertenece la renta? La respuesta jurídica no es necesariamente la respuesta ético-política.
La ley puede prescribir que las empresas
mineras tributen, por ejemplo, el 30% de sus excedentes. Todo lo demás
les pertenece. Pero tal concentración del ingreso no pasa desapercibida,
de manera que surgen voces que cuestionan la desproporción entre la
inversión y las ganancias. ¿Por qué la empresa habría de quedarse con la
parte del león? ¿Por qué no la región o el Estado? ¿O los propios
trabajadores?
Se genera entonces un conflicto. De un
lado las empresas tratan de lograr legitimidad social mediante generosas
campañas publicitarias. Entonces, remarcan su contribución a la
comunidad en términos de empleo, impuestos y otros beneficios aportados a
las regiones de donde extraen los recursos. Además prometen futuras
inversiones que traerán más empleos y tributos. Todo ello es
indudablemente cierto. Pero no es menos cierto que, pese a todas estas
contribuciones, las empresas continúan apropiándose de la mayor parte de
la renta.
De otro lado, muchos políticos
construyen sus carreras capitalizando el descontento contra la
privatización de la renta y prometiendo redistribuciones sensacionales.
Se postula que las rentas deben ser del Estado y servir a la comunidad
nacional. El desenlace de la lucha no está escrito, ni tiene que ser
siempre el mismo. No obstante, las empresas por su rentabilidad
desmesurada son muy vulnerables.
En muchos casos estas empresas son
estatizadas o, al menos, se les impone mayores cargas tributarias. La
situación puede ser entonces peor. La abundancia de recursos en manos
del Estado fomenta la corrupción y el clientelismo. Y se erosiona la
ética del trabajo.
En Venezuela, por ejemplo, el Estado se
convierte en el agente que redistribuye la enorme renta petrolera. La
corrupción y el populismo proliferan. La política se convierte en una
lucha por acceder al control de la renta, y el éxito político es lograr
un esquema de redistribución que compre y asegure la ‘lealtad’ de un
mayor número de votantes a través de subsidios y creación de empleos.
El trabajo perseverante no tiene la
recompensa que sí tienen los vínculos mafiosos. Se desvanece la
laboriosidad y se favorece la expectativa de recibir sin trabajar.
De otro lado, cuando las rentas son muy
elevadas, por la misma afluencia de divisas, el tipo de cambio
disminuye. Entonces, se abaratan las importaciones mientras que las
exportaciones pierden competitividad.
En resumen: la actividad empresarial se
hace más difícil y se crean menos empleos productivos. Todo gira en
torno al Estado. La desindustrialización y la monoexportación tienden a
primar. Puede parecer mentira pero la historia lo confirma una y otra
vez. Como dice Jürgen Schuldt, somos pobres porque, paradójicamente,
somos ricos.
Solo una sólida institucionalidad democrática permite florecer a una economía donde hay muchas rentas.
En este caso los excedentes se usan para
financiar obras de infraestructura y de educación, de modo que la
productividad nacional aumenta. Y no la corrupción y el populismo.
El hecho es que al Perú se le ha
prometido una inversión de US$50.000 millones en los próximos años. Y el
debate, que se ha centrado en el caso Conga, se ha limitado al examen
del impacto ambiental del proyecto.
Entonces, es hora de preguntarse si
somos realmente capaces de absorber la renta minera sin que ella
produzca más corrupción, inestabilidad política y pobreza.
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