Salarios bajos y rentabilidad agraria
Hace unas semanas, CONVEAGRO difundió un comunicado en el que llamaba la atención al hecho de que “Los jornales en el campo para la producción destinada al mercado nacional se han elevado en 70%, en los últimos cuatro años, afectando seriamente los costos de producción, lo que no sucedió con los jornales que se pagan en las empresas agroexportadoras, que se mantienen congelados”. (9/1/2011)
Esto no debe sorprendernos. Las empresas agroexportadoras están relativamente fiscalizadas por el Ministerio de Trabajo, cumplen más con la legislación laboral que la mayoría de las decenas de miles de pequeñas y medianas empresas agrícolas. Éstas paulatinamente deben alinear los salarios al nivel de los de la agroindustria exportadora. Así funciona el mercado laboral.
No es que las agroexportadoras sean un modelo tampoco: el propio COMEX denunciaba el ‘trabajo forzoso’ en algunas agroexportadoras de Ica , y recientemente la ministra de Trabajo declaraba que en dicho valle el 80% de empresas, ya sea de comercio, industria o agroindustrial, infringen los derechos laborales. En un estudio reciente , muestro que en la costa rural –donde está la agricultura más moderna– hay un alto incumplimiento del pago del salario mínimo vital (SMV), incluyendo en las empresas más grandes (ver cuadro).
El SMV es un salario de pobreza; aun si todos los empleadores cumpliesen, los trabajadores no escaparían a esa condición. Pero si bien las grandes agroexportadoras deberían poder absorber alzas de salarios por los beneficios que le ofrece la política estatal (incluyendo los TLC), los pequeños y medianos agricultores (que no gozan del TLC), tienen dificultades para hacerlo. Eso es lo que preocupa a Conveagro.
¿Significa ello que los asalariados de los pequeños y medianos productores agrarios están condenados a recibir salarios aún inferiores al SMV? ¿O que su incremento significa inevitablemente la quiebra y salida del mercado de esos productores, y alimentar así al neolatifundismo?
¿Qué hacer, entonces? Un camino es reducir los costos de producción de los otros factores, de manera que la competitividad no se sustente sobre el bajo costo del eslabón más débil –el trabajador– sino sobre el mejor uso y abaratamiento de sus otros componentes.
Para lograrlo hay decisiones que dependen del agricultor y otras de las políticas. Una adecuada reducción de aranceles contribuye a que los insumos importados para el agro sean más baratos. El incremento de bienes y servicios públicos y no públicos –que si no son ofrecidos por el sector privado deberían serlo por el Estado–: carreteras, información, servicios financieros y no financieros, asistencia técnica, también contribuyen a la reducción de costos. Asimismo, el fortalecimiento institucional –vigencia de contratos, mejores sistemas de comercialización– y la promoción de la asociatividad de los pequeños productores –cooperativas, etc.– permitirían mejorar la competitividad sin acudir a la sobreexplotación laboral.
Todo esto es importante, pues si la competitividad se basa en ‘cholo barato’ –y esta es una lamentable ventaja de la agroindustria moderna peruana sobre la chilena, en donde el ‘roto’ es menos barato (dicho sea de paso, ésta es una de las razones por las que vienen capitales chilenos a nuestra agricultura)– no hay manera de que el crecimiento agrícola sea también desarrollo rural.
AUTOR : Fernando Eguren
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