La economía de la corrupción

Los efectos de la corrupción a gran escala durante el régimen de Fujimori aún no han sido valorados en toda su dimensión. En un libro sobre la corrupción en el Perú entre los años 1,750 y 2,000, el historiador Alfonso Quiroz pone en evidencia que dicho régimen habría sido el más corrupto de toda la historia moderna. Quiroz estima una pérdida directa superior a los 4 mil millones de dólares, a los cuales se agregan otros 10 mil millones por inversiones no realizadas. Sin embargo, esta cifra subestima el daño provocado por la corrupción, que se extiende hasta nuestros días.

El daño mayor fue la infiltración y debilitamiento de instituciones fundamentales para el desarrollo del país, especialmente en el ámbito de la administración de justicia, las fuerzas armadas y policiales, los medios de comunicación, las políticas públicas y el sistema político en general. Los mecanismos centrales fueron la concentración del poder en los distintos núcleos de la red de corrupción, y el control de todos los espacios institucionales que pudieron significar contrapesos democráticos frente al poder del régimen. También se debilitó el sistema educativo, en especial la educación superior, recortando el presupuesto de las universidades públicas y permitiendo la proliferación de instituciones de muy baja calidad, lo cual comprometió también el desarrollo de los colegios profesionales.

El gobierno de Paniagua y en alguna medida el de Toledo lograron destruir varios núcleos de la red de corrupción. Sin embargo, luego vinieron contramarchas y retrocesos que facilitaron su recomposición. En el caso de los canales de TV corrompidos por el régimen anterior, el gobierno de Toledo estuvo inicialmente dispuesto a revocar las licencias, pero luego desistió, probablemente por presiones, compromisos previos y opiniones jurídicas contrarias. El propio ex presidente admitió, tres años después de finalizado su mandato, que este fue uno de los principales errores de su gobierno.

El análisis económico de la corrupción se concentra en el beneficio neto esperado por el agente corrupto, el cual depende del tamaño del botín, de la probabilidad de ser descubierto y sancionado, y de la magnitud de la sanción. Cuanto mayor es dicha probabilidad menor es el beneficio esperado y, por tanto, menor el riesgo de corrupción. La probabilidad de sanción depende de cómo funcione el sistema judicial, pero también de los mercados laborales y del grado de desigualdad en la sociedad. En efecto, la detección de actos corruptos puede requerir de la cooperación y la denuncia por parte de funcionarios públicos honestos, cercanos a los procesos de corrupción. El temor a las represalias, incluyendo el despido, puede inhibir dicha cooperación, sobre todo cuando el potencial denunciante no tiene muchas opciones de empleo alternativo con remuneraciones decentes. Incluso si el funcionario honesto tiene medios suficientes para sobrevivir fuera del Estado, puede ser vulnerable a acusaciones infundadas y a procesos penales que comprometan su tranquilidad y su economía. He sido informado de calumnias y bajezas inimaginables –hace 3 años en Osiptel– y conozco a profesionales capaces que jamás regresarían a trabajar en el Estado por esta razón.

Es evidente que la corrupción progresa en un clima de impunidad. Es poco probable que el Sr. Crousillat, recientemente indultado, devuelva los 69 millones que le entregó Montesinos por pervertir América Televisión, o pague los 80 millones de reparación civil.

Como reza el cínico resabio, “la vergüenza pasa pero el dinero queda en casa”. Los principales mecanismos para lograr la impunidad siguen siendo los mismos: colocar a personas cercanas en el sistema judicial. Como sabemos, el organismo encargado de la evaluación, selección y ratificación de jueces y fiscales es el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), cuya actuación ha merecido graves cuestionamientos. Como revelaron La República y El Comercio, el representante de las universidades nacionales elegido para integrar este Consejo –desde el 28 de febrero próximo hasta el 27/2/2015– fue involucrado en el informe Kroll como uno de los colaboradores de la corrupción durante el régimen de Fujimori: se le atribuye el traslado de maletas con el dinero robado por el ex presidente. Una periodista denunció que abogados defensores en casos de corrupción estarían evaluando, por encargo del CNM, a los candidatos a jueces y fiscales supremos.

Hace solo una década que la corrupción en el Perú alcanzó dimensiones sistémicas. Sin embargo, los principales líderes políticos parecen haberlo olvidado, y estamos perdiendo la batalla. En realidad, sin una reforma del Estado, que comprenda el establecimiento de una carrera pública, con profesionales honestos, competentes y bien remunerados, seleccionados y promovidos en base a sus méritos, es poco lo que se puede hacer. Por cierto, esta reforma requiere de voluntad política, y es poco probable que en el contexto actual se logren avances sustantivos. Si bien no hay mucho espacio para el optimismo, hay algunos signos de esperanza que es preciso destacar. En efecto, aún contamos con núcleos de jueces, fiscales y funcionarios honestos, periodistas decentes, medios independientes y redes de ONG que vienen luchando activamente contra la corrupción. Aún no hemos perdido la capacidad de indignarnos, pero frente a una corrupción sistémica la indignación no es suficiente. La lucha será exitosa, en la medida que involucre a personas de todos los estratos y regiones.

AUTOR : José I. Távara ;Profesor de la PUCP
FUENTE : ACTUALIDAD ECONOMICA

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